sábado, 19 de septiembre de 2009

FRAGMENTO LITERARIO DEL LIBRO "SALITRAL", CAPÍTULO I


El ómnibus cruzaba el temido Pasamayo. Pero yo no tenía miedo. Al cerrar mis ojos se dibujaban en mi mente las curvas de ese Serpentín, repetido a la inversa. Regresaba después de diez años para visitar a mi querido Salitral.

Miré la luna solitaria y brillante a través del vidrio de ese ómnibus comfortable. Cuando era niño decía que era la novia del sol y brillaba para coquetearle.

Su luz alegraba las noches de mi pueblito Salitral y le cantaba: “mama luna, mama luna, dame pan, no te olvides de tu hijo que te admira desde acá.” Repetía esto para hacerme compañía y distraer el hambre mientras regresaba a casa descalzo por las calles solitarias.

Yo nací en Salitral un hermoso atardecer de verano, en esa tierra bendita por Dios. Un pueblito pequeñito al Norte del Perú en el departamento de Piura. Con clima cálido y gente sin malicia como decía mi madre.

Donde la mitad de la población apellida Zapata, Atoche, Benítez, Requena, Cruz, León, Merino, Garrido, Seminario y la otra mitad otros apellidos que se combinan con éstos mismos. Con cuatro calles paralelas, un bosque de cocoteros junto a la acequia que pasa por el pueblo y que viene desde lejos dando vida a las plantaciones de plátanos o guineos como le llaman también y hay de varios tipos. Guineos de seda, de la isla, los artones, los verdes con los que hacen el majao para acompañar el café en el desayuno. Esa acequia alimenta los mangales, las chacras de maíz y yuca. En su largo recorrido avanza cruzando el pueblo y da vida a los cocoteros cuyas copas alcanzan casi las nubes y también riega los jardines de la plaza del pueblito. Hasta sirve para que la gente que no tiene como ir al río a sacar agua pueda proveerse de ese líquido. No se sabe si fue la acequia la que existió antes que el pueblo o si el pueblo la construyó.

Hice memoria y venían recuerdos alegres y tristes. Ambos tienen el derecho de hacerse presente en el pensamiento y recordé cuando estaba camino a la capital en la parte superior de un camión mirando la luna también lleno de ilusiones. Había escuchado cosas buenas y malas de Lima. Muchos en el pueblo tenían el deseo de ir a buscar porvenir pero no se atrevían por temor a lo desconocido. Salir de un pueblo de mil habitantes a una ciudad de casi un millón no era fácil.

Yo siempre soñaba con llegar a ser marino para conocer remotos lugares que había leído en libros. Iba decidido a alcanzar mi plan trazado.

A mis quince años no era posible viajar como marino, pero tenía la voluntad y la inteligencia suficiente para sobrevivir hasta llegado el momento. Mi madre me dijo un día: - “Hijo, si alguna vez te fueras a lugares lejanos, no te asustes. No hay lugar en la tierra donde un hombre se muera de hambre. El que puede trabajar, lo hace en cualquier lugar.”

Un día cuando tenía diez años, fui con mi madre a visitar a mis tíos y conocer el mar en Talara. La única vez que salí de paseo con mi madre a visitar a su hermana mayor y la única vez que estuvo sonriente y contenta. Mi madre, tenía otras dos hermanas que vivían en Salitral y una más en Catacaos. Mi hermanito de tres años se había quedado con mi tía Micaela en Salitral y fuimos los cuatro a ver el mar. ¡Qué experiencia tan maravillosa!. Usé los cinco sentidos. Saborearla fue lo único imperfecto de esa maravillosa perfección natural. Corrí por la arena húmeda, dejando las huellas de mis pies que el agua se encargaba de borrar. Mi tío Salomón armó un castillo de arena y después nos sentamos a comer las frutas que mi tía había preparado en una canastita. Fue el primer fin de semana que había salido de mi Salitral, “Mi tierra madre” como siempre la he llamado y me dí cuenta que habían otros lugares, otras gentes, más allá de mi pueblito.

Mi madre me había llevado a visitar a mis tíos para que vean como había crecido y no se olvidaran de mí porque ellos eran mis padrinos también. Ellos me echaron el agua bautismal cuando nací. Ayudaban a mi madre en todo lo que podían. Por razones de trabajo tuvieron que mudarse a Talara y no se veían mucho.

Cuando regresábamos, estábamos a mitad de camino de la Panamericana, carretera que une Sullana con Talara cuando empezó la tempestad. Escuchábamos el retumbar de los truenos anunciando su bravura como toro salvaje haciendo más fuertes sus mugidos. Los relámpagos alumbraban el camino para los que querían huir de las copiosas aguas. El cielo brillaba más y más. No se sabía qué era primero si el relámpago o el trueno y luego empezó a llover y no eran gotas sino chorros.

El carro era uno de los que quería huir pero escapar de esa tempestad no era posible. No pudo avanzar más. Había un río por delante, donde nunca antes hubo río. Las lluvias tan fuertes hicieron ese río y para cruzarlo se necesitaban canoas. El chofer del ómnibus dijo que se regresaba pero mi madre se bajó con algunos otros pasajeros con la esperanza de cruzar el río y alcanzar el carro que en la otra orilla tenía que regresar por no poder pasar por la misma razón. No pudimos cruzar el río porque las rudimentarias canoas hechas de palos amarrados con sogas que habían estado cruzando ya no soportaban. La lluvia había aumentado y la corriente del río era mayor. Tuvimos que esperar hasta el amanecer.

Mi madre me llevó debajo de un árbol. Ella se llamaba Fedima, pero todos la llamaban cariñosamente doña Fefa. Buscó palos rotos y armó una especie de carpa con sus vestidos para protegernos de la lluvia. Muy pronto se mojaron y tuvimos que soportar la lluvia hasta las cuatro de la mañana. Temblaba de frío, mi mamá me abrazaba y yo me sentía protegido. Cuando la lluvia cesó, empezaron a llegar las nubes de zancudos que habían crecido en los charcos de las lluvias de los días anteriores. Desesperados por la sangre empezaron a picar y picar. Con mis manos pequeñas los corría.

Logré matar algunos pero al reventar los zancudos dejaban mancha de sangre y por el mismo olor llegaban más y más zancudos.

Quince días después, tenía escalofríos, náuseas, fiebre, diarrea y terminaba sudoroso para volver a repetir el mismo ciclo. Las ráfagas de viento me tiraban al suelo, estaba muy débil. Mi madre trajo a un médico que me examinó y dijo que tenía paludismo.


domingo, 6 de septiembre de 2009